Un civismo planetario para preservar la vida

Por Luis Castelli

Hemos dejado de creer en tantas cosas que no debería sorprendernos ahora que las pruebas resulten insuficientes para modificar nuestro comportamiento, aun cuando esté en juego nuestra propia subsistencia. Esa es nuestra civilización. Hay reacciones individuales, marchas apocalípticas organizadas en las redes sociales –que aumentan el escepticismo–, pero en términos globales hay una estructura patológica de negación, incluso ante las tormentas desmesuradas, los veranos incandescentes, las inundaciones recurrentes y las cada vez más prolongadas sequías. Así, aunque las evidencias científicas sean abrumadoras, nunca alcanzan.

 

El Panel Intergubernamental de Expertos en Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés) ha dado a conocer los resultados de una nueva serie de informes acerca de las consecuencias que ya tiene y seguirá teniendo el fenómeno en todo el planeta. A decir verdad, todos sus informes refuerzan lo que ya sabemos: la actividad humana ha calentado en forma alarmante la atmósfera, el océano y la tierra.

 

El documento, acordado en la ciudad suiza de Interlaken por representantes de las casi 200 naciones que participan en las negociaciones sobre cambio climático, se parece bastante a un ultimátum. António Guterres, secretario general de las Naciones Unidas (ONU), ha definido el documento como una “guía práctica para desactivar la bomba de relojería climática”, y aseguró que “el límite de 1,5 grados establecido en París es alcanzable todavía”. Para conseguir ese objetivo, instó a los países desarrollados a comprometerse con las emisiones netas cero (absorber tanto carbono como el que emiten) en torno a 2040. Se busca dar “un salto cuántico en la acción” que lleve a “acelerar masivamente los esfuerzos climáticos en todas las naciones y en todos los sectores”. Llamó a los países desarrollados a cumplir su promesa de ayudar a los países en desarrollo.

El Acuerdo de París de 2015 estableció que los países debían reducir sus emisiones para lograr que el incremento de la temperatura no supere, a finales de siglo, 2 grados Celsius con respecto a los niveles preindustriales y, en el mejor de los casos, para mantenerse por debajo de los 1,5 grados. Sin embargo el planeta ya está en un calentamiento de 1,1 grados y los científicos pronostican que en las próximas dos décadas se podrían superar los 1,5 grados Celsius debido a las emisiones acumuladas. Es decir, nos encontramos a sólo unas décimas de grado de alcanzar el objetivo globalmente aceptado para fin de siglo. De acuerdo a cómo marchan las economías más grandes del planeta y a los compromisos de descarbonización de sus matrices energéticas, se calcula que para finales de siglo el planeta estaría experimentando un aumento de la temperatura del orden de 2,5 a 3 grados centígrados respecto del período preindustrial. Es la advertencia más contundente del informe.

 

Presente y futuro

En otras palabras, estamos ante un período de vital importancia para definir nuestro porvenir y el de los ecosistemas. Está en juego algo mucho más concreto y cercano que la supuesta extinción de nuestra especie: se trata del bienestar y el dolor humano y animal de las generaciones futuras, pero también de las actuales. Porque las sequías, las olas de calor, los ciclones tropicales, la falta de alimentos, las migraciones, los incendios incontrolables, la pérdida de biodiversidad, el deshielo, la subida del nivel del mar, el deterioro del océano y las ciudades inhabitables –por poner algunos ejemplos– son ya una realidad. ¿Qué pasaría si a futuro se dieran los peores escenarios, como los más de 4ºC sobre los niveles preindustriales que es posible alcanzar para finales de siglo si no se actúa de forma urgente?

 

El documento del Panel de Cambio Climático, que reconoce los años de acción perdidos, señala las herramientas más efectivas para afrontar el calentamiento global. Allí reside posiblemente el punto más esperanzador del informe: hay opciones limpias disponibles. Si la tecnología se adoptara rápidamente, se podrían reducir a la mitad las emisiones globales para 2030 a un costo manejable. Y es muy probable que los beneficios económicos para la salud humana derivados sólo de la mejora de la calidad del aire serían aproximadamente iguales –o quizás superiores– a los costos que implican reducir las emisiones.

 

De modo que si queremos evitar las consecuencias más graves del cambio climático debemos reducir, de modo drástico y con urgencia, las emisiones de gases de efecto invernadero en todos los sectores de la economía. Es cierto que, dado que no podemos apagar los combustibles fósiles de la noche a la mañana, en el caso de continuar las tendencias actuales se prevé que la demanda energética casi se duplique para 2050, con lo cual las emisiones superarán enormemente la cantidad de carbono que se puede emitir. Por eso el IPCC considera que, inevitablemente, tendremos que eliminar miles de billones de toneladas de CO₂ de la atmósfera, y hay dos formas de hacerlo. Una es con métodos de gestión de la tierra, como la reforestación. La otra, capturar y almacenar carbono bajo tierra o en los océanos a través de nuevas tecnologías que se encuentran en fases muy tempranas de desarrollo.

 

La pregunta es si, como civilización, y con un porvenir ensombrecido por la amenaza de los trastornos climáticos, seremos capaces de reaccionar y actuar según las recomendaciones que nos brinda el IPCC. O si teniendo a nuestro alcance la información suficiente y estando en condiciones de enfrentar la crisis carecemos de la decisión política de hacerlo.

Si bien la eficacia del Acuerdo de París depende de la voluntad de los países firmantes, cabe resaltar algunos casos que, aún aislados, merecen una reflexión.

 

Hace poco más de un año el Tribunal Administrativo de París emitió un dictamen que ordena al Estado francés a cumplir sus compromisos frente a la lucha contra el cambio climático. En concreto, se exige al gobierno respetar el objetivo nacional de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero en el país en un 40% para 2030, en comparación con 1990. La demanda, interpuesta por cuatro ONG, estuvo respaldada por una petición de más de 2,3 millones de ciudadanos. La tendencia se ha extendido a otras naciones: en los Países Bajos, la Corte Suprema ordenó al gobierno reducir las emisiones de gases de efecto invernadero más rápido de lo planeado y un tribunal local ordenó a Shell que redujera las emisiones de carbono de su petróleo y gas en un 45% para 2030. Los jueces afirmaron que la compañía había formulado una serie de metas para ser más sostenible, pero que a dicha política “le falta concreción y está llena de reservas”.

 

Destino compartido

Quizá la falencia está en que, como afirma Edgar Morin en su libro Tierra Patria, pese a que la era planetaria se inició hace cinco siglos con los viajes de Colón y Magallanes y con los descubrimientos de Copérnico y Galileo, estamos en un mundo que adolece no sólo de una autoridad mundial legítima para asuntos vitales, como la conservación de la biosfera o la preservación del bienestar humano en el planeta, sino también de una comunidad de destino compartido. Posiblemente para actuar como civilización, como “mundo”, la humanidad requiera de una perspectiva global, de la que habitualmente carece. Sin embargo en todas estas acciones hay un indudable y esperanzador civismo planetario que, independiente de las burocracias, resulta inspirador y contribuye a que todos tengamos un planeta más habitable.

 



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