
Somos océano en un planeta de agua
Misteriosos, insondables, fuente de alimentos, los océanos son un recurso esencial para la vida en el mundo.
Por Rodrigo García Píngaro, Director Ejecutivo de OCC – Organización para la Conservación de Cetáceos (Uruguay)
Fotos: Martín Acosta
En los inicios, el estudio de los océanos provenía exclusivamente de la geografía. Desde el navegante griego Piteas, que exploró el Atlántico norte en el siglo IV A.C. y fue autor de una Descripción del océano, hasta el norteamericano M. F. Maury y su Physical Geography of the Sea (1855), el conocimiento del océano dependía de los exploradores y de los navegantes. El océano era, esencialmente, origen y fuente de poder. De gran misterio, devoción y recurso esencial de subsistencia.
Se pensaba que más allá de los 500 metros no había vida. Los cables interoceánicos lo desmintieron, fueron recolectores de especies vivas que ayudaron al cuestionamiento científico. Gracias al afán de la comunicación por cables se iniciaron las exploraciones del océano profundo, entre las cuales la expedición británica del Challenger (1872 -1876) marcó el comienzo simbólico de la oceanografía. Fue la primera vez que una expedición estaba exclusivamente dedicada al océano mismo. Recorrió los océanos y sus profundidades.
“Conocemos mejor la superficie de la luna que los inmensos océanos”, dice Paul Clerkin, joven biólogo que estudia la vida de las profundidades. Indudablemente, la expedición del Challenger fue para la Inglaterra victoriana lo que 100 años más tarde sería el programa Apollo de conquista de la luna por los Estados Unidos, frente a la competencia soviética. Significó un éxito oceanográfico. La luna se conocía mejor al inicio del proyecto Apollo que el océano profundo en el momento en que el Challenger zarpó, en 1872. Y continúa siendo así. El Año Geofísico Internacional (1957 – 1958) tenía como objetivo el estudio global de la Tierra, en todos sus componentes: tierra sólida, atmósfera, océano y criósfera. Se eligió la fecha mencionada, pues coincidía con un período de actividad solar máxima.
Océanos y atmósfera son un ente interligado íntimamente.
La atmósfera y el océano son los dos fluidos de la máquina térmica planetaria. Son los agentes dinámicos que aseguran el transporte y la distribución de la energía térmica y, por ende, determinan el clima. En contacto permanente el uno con el otro, intercambian energía entre sí y son, en definitiva, indisociables. Todas las dificultades para descifrar este ensamblaje provienen del hecho de que sus componentes tienen propiedades y velocidades de evolución muy diferentes.
El océano tiene un tiempo de evolución mucho más largo y, por lo tanto, una memoria mucho mayor. Tiene doble función: entregar una fracción de su energía a la atmósfera y distribuir directamente, por medio de las corrientes marinas, la otra parte al resto del planeta.
El mundo vivo es un sistema renovable que se nutre de su propia muerte y el océano es una fuente inacabable e incomprendida. Recientemente se ha descubierto cómo las ballenas contribuyen en ese equilibrio dinámico, por un lado como gigantes sumideros de carbono (cuerpos hasta de 140 toneladas) y por otro, de mayor impacto aún, como fertilizadoras del fitoplancton mediante sus heces. En consecuencia, su aumento o declinación poblacional influye en la proliferación algal, directa e indirectamente en la regulación del efecto invernadero y el cambio climático. Más ballenas, más heces, más fitoplancton; mayor absorción de CO2 y liberación de oxígeno. La muerte de sus cuerpos nutre la vida abisal (profunda) donde la luz no llega y los nutrientes escasean. Al menos 500 especies abisales viven de la muerte de estos grandes animales. Y las pesquerías dependen de esta cadena.
Nuestra sangre posee en su plasma casi una exacta composición al agua de mar. El médico francés René Quinton, un sabio en el olvido, salvó cientos de vidas en la segunda guerra mundial sustituyendo con agua de mar destilada el plasma sanguíneo. De esta forma nació el célebre “Plasma de Quinton”, utilizado en los dispensarios marinos que él mismo creó para salvar miles de vidas en diversas ciudades francesas y extranjeras.
Lo que le acontece al océano, sus mares y cuencas asociadas nos está sucediendo a nosotros mismos. Los mismos contaminantes circulan en ambos. Casi idénticos síntomas. Estamos a tiempo de un revés, de un giro en nuestro modo de ver “la mar” como parte de nuestro ser, donde se comprueba el viejo proberbio ecológico que declara: lo que le hacemos a la naturaleza nos lo hacemos a nosotros mismos.
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