
Smart city: promesas y peligros
La sostenibilidad no tiene que ver exclusivamente con factores medioambientales. La cultura, la calidad de vida y la salud son, también, elementos relevantes. Y la ciudad inteligente promete muchas cosas en este sentido. Sin embargo, también pueden presentarse algunos riesgos.
Por Natalia Costa Rugnitz y Nicolás Barriola.
A grandes rasgos, el concepto de Smart City está relacionado al uso de Tecnologías de la Información y Comunicación (TIC) y al de Internet de las Cosas (IoT). Un ejemplo paradigmático para ilustrar el punto es el del tránsito.
Imagínese un coche dentro del cual se encuentra un usuario con su smartphone. El dispositivo móvil puede ser detectado en tiempo real por un sistema satelital gracias al GPS (Global Positioning System) que, a su vez, es capaz de recabar información (por medio de sensores de todo tipo – cámaras, en este caso). Al mismo tiempo, el sistema satelital está conectado con el mecanismo que regula los semáforos. Cerrando el ciclo, un algoritmo previamente programado procesa la información recibida y la “devuelve” al dispositivo dentro del coche, sugiriendo al usuario el trayecto más corto para llegar a destino, optimizando el funcionamiento de los semáforos y considerando obras o accidentes que puedan entorpecer la circulación. De este modo, cada uno de los coches llegará más rápido a destino y producirá menos emisiones de CO2.
Volviendo al ejemplo del tráfico, la sincronía óptima supone también la economía de tiempo para los agitados conductores, lo cual deriva (principalmente en las grandes metrópolis) en una reducción del estrés y una mayor disponibilidad para dedicarse a la familia, al deporte, al ocio o a la cultura.
Hay en la Smart City, por lo tanto, conceptos clave como los de organización y optimización de los recursos. Y todos ellos redundan en beneficios para la calidad de vida del ciudadano.
Sin embargo, aquí entran en juego simultáneamente otros conceptos menos luminosos. Por ejemplo, el del monitoreo constante e ininterrumpido de cada uno de los habitantes de la ciudad. Esto, sumado a tecnologías biométricas como la del reconocimiento facial, trae a colación otras palabras peligrosas: vigilancia y manipulación.
La mayor parte de las veces, empresas privadas están a cargo de muchas de las tecnologías implicadas en los “procedimientos inteligentes” de la Smart City: ¿qué nos asegura que no utilicen la información en beneficio propio?
Por ejemplo: la ruta recomendada podría considerar en su “sugerencia” datos relativos a las preferencias de compra de los individuos (conociendo su identidad por medio de los sensores biométricos como el mencionado reconocimiento facial). Con la información acerca del trayecto a ser recorrido, sumada a la información sobre el perfil del individuo, la “sugerencia” podría estar sesgada por una intencionalidad de ventas y de rédito económico, recomendando rutas que lleven al conductor a pasar frente a determinados comercios.
¿Cómo influiría esto en la calidad de vida? ¿Podría llevar a la compulsión consumista en la vida de los ciudadanos? La posibilidad de que intereses comerciales (o políticos) con fines propagandísticos incidan en la “inteligencia” de las Smart Cities ciertamente le quitan brillo a la ideal inicial. En este contexto, no es irrelevante el hecho de que la expresión ciudad inteligente haya nacido del concepto de “Ciudad Digital”, creado en España en 2004 pero reformulado años más tarde por IBM.
La huella digital es tan importante como la huella de carbono. Y los problemas asociados a una son tan urgentes como los vinculados a la otra.
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