
Lo que dice una mirada
Por Juan Carlos Gambarotta.
La variada altitud del Parque Nacional Kibale, de 795 km2 , permite la existencia de diferentes tipos de vegetación. Estos van desde selva húmeda en la zona norte, a bosque seco y sabana en la zona más baja. El área protegida tiene una fauna variada, y resalta la presencia de 13 especies de primates. Antiguamente el bosque era mucho mayor y tenía continuidad con la gran selva Guineo-Congolesa, pero ahora en gran medida está rodeado de plantaciones de té.
Dentro del Parque Nacional se encuentra la estación de investigación Ngogo, territorio donde fue filmada la serie documental “El Imperio de los chimpancés”. El turismo es a pequeña escala, y las dos actividades más importantes giran sobre chimpancés. Una son las caminatas guiadas por la selva, y la otra es participar en el trabajo de habituar a esos animales a tolerar visitas.
Esta última constituye una tarea nada fácil, ya que habituar a un grupo de chimpancés a que toleren la presencia humana lleva 5 años de arduos rastreos. Eso se debe a que los chimpancés son muy desconfiados, debido en parte al espíritu combativo que caracteriza su sociedad, y siempre hay vigías que descubrirán el acercamiento de personas o chimpancés rivales pertenecientes a otra tribu.
Otra dificultad es que constituyen grupos grandes (tribus) que pueden superar los 100 individuos, pero que suelen estar dispersos en grupos, hembras con crías y ejemplares solitarios, volviendo a juntarse cada tanto. Por tanto, cuesta mucho que todos lleguen a conocer al personal que hace el trabajo de habituarlos.
Salimos a caminar con las primeras luces y a cada paso, el rocío del sotobosque mojaba más la ropa. Pasamos bajo árboles de más de 50 metros de alto, vimos huellas y excrementos de elefantes de selva y una vez más, me pregunté cómo es posible que animales tan grandes puedan deambular en ese ambiente pleno de ramas y lianas. Al llegar a los árboles donde estaban las camas recientes que construyen los chimpancés cada noche, el rastreador pudo identificar a dónde irían y poco después llegamos bajo un sicomoro lleno de frutos sobre el que había diez chimpancés, entre ellos un macho de 40 años, cuyo pelaje en gran parte era gris y era el jefe de esa tribu de 120 ejemplares. Otros estaban acicalándose o abrazados bajo el árbol. Allí había gran cantidad de frutos caídos, los que atraían mariposas muy bonitas cuyos reflejos se hacían cambiantes al posar en los circulitos iluminados por los rayos de sol.
Cuando bajaron del árbol, hembras y machos se pusieron a caminar en cuatro patas, formando filas distintas y los seguimos mientras más chimpancés se unían a ellos. Poco después, habían formado un semicírculo delante nuestro, pero poco visibles por la vegetación. Tras el grito del jefe, dió inicio la gritería desaforada propia de la especie, magnificada por el sonido del puñetazo que dió un macho a la raíz tabular de un árbol, generando un sonido de tambor primitivo. Se trató de una de mis experiencias más reveladoras, porque comprobé que la mirada del chimpancé es ni más ni menos que la de una persona.
La mayor parte del tiempo, más que tolerado, sentí que era ignorado por ellos, pero cuando uno me miró a los ojos fijamente, su claro mensaje fue que no avanzara. Al verlos libres y presenciar parte de la complejidad social de sus vidas, uno entiende que, tal como se mencionó en el último número de SEA, afectivamente, se trata de personas no humanas. El desafío de conservar su hábitat y protegerlos en un país con 42 millones de personas es creciente.
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