
Larga vida para el gran Kaa Iya
En el Chaco no prevalecen los paisajes espectaculares, pero su vegetación achaparrada y espinosa parece albergar un misterio tras cada árbol, pero por sobre todo, el carisma del Chaco es su fauna siempre visible.
Por Juan Carlos Gambarotta
La mayoría de las personas relacionan Bolivia con la Puna, pero además, ese país alberga muy interesantes tierras bajas. Hace un año, con la ayuda de colegas y amigos, tuve el privilegio de participar en patrullajes por sitios apartados de la Amazonia y el Chaco.
En el Parque Nacional y área de manejo integrado Kaa Iya, de casi tres millones y medio de hectáreas, se mantiene la mayor superficie existente de Chaco virgen. En ella todavía habitan indios Ayoreo en aislamiento voluntario. El área protegida cuenta con nueve puestos de guardaparques que se encuentran en su perímetro y debido a la falta de caminos e intrincado de la vegetación espinosa, la casi totalidad de su superficie solamente es conocida desde el aire.
Partiendo desde Santa Cruz de la Sierra, pasamos por la Chiquitanía, región de pintorescos cerros y vegetación mezcla de Amazonia y Chaco. Cuando el camino volvió a transitar por la planicie chaqueña, apareció ante nosotros la primera comunidad Menonita. Charretines y vestimenta de hace dos siglos, sí, pero también maquinaria pesada para deforestar y cultivar la tierra. Vimos bandadas de cientos de brasitas de fuego y pese al frío imperante (diez grados), también guazubirás, zorros, un gato de pajonal, matacos, monos caí, un mono leoncito y titís del Chaco. Uno de los guardaparques me dijo que la semana anterior, con mejor temperatura, había guiado a un grupo de visitantes y que recorriendo el camino vieron jaguar, puma, tapir, pecaríes y ¡hasta un tatú carreta! Eso solo es posible en un área grande y muy apartada.
De noche, cerca del puesto Charata, presenciamos la migración de miles de pequeños bagres que intentaban desplazarse aguas arriba por un hilo de agua de los que caracterizan las cuencas endorreicas de Kaa Iya.
Para llegar al puesto Ripio Blanco, nos desplazamos 30 kilómetros por una senda tan estrecha que las ramas rayaban la camioneta. Veinte kilómetros más de senda y las luces de la camioneta reflejaron unos ojos verdes: ¡eran tapires! Una hembra con su cría aún rayada.
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