
Ciudades: Máquina vs Organismo
Reflexiones sobre el espacio público y la calle como espacio, sobre todo, humano.
Por Nicolás Barriola y Natalia Costa Rugnitz.
¿Qué es el “espacio público”? La respuesta más inmediata a esta pregunta evoca ciertos parques, nuestra rambla (en Montevideo), las plazas: lugares a los cuales puede accederse libremente para disfrutar del tiempo libre y donde, en general, se despliegan actividades de ocio y recreación en un contexto de disfrute signado en amplia medida por la presencia de la naturaleza. Sin embargo, una meditación un poco más profunda nos lleva rápidamente a ampliar el concepto y, entonces, pasamos a considerar otro gran ambiente, mucho más cotidiano pero que, en general, justamente por esto tiende a ser colocado en segundo plano: la calle.
Hay un paradigma según el cual la calle es parte esencial del espacio público y aún más: es el espacio público por excelencia. La calle no es la excepción, sino la regla. No es un lugar que se frecuenta opcionalmente, sino de modo necesario e inevitable en el día a día y que, por lo tanto, afecta indefectiblemente la calidad de vida de los ciudadanos. Desde esta óptica, la calle es valiosa en sí misma y es necesario planificarla, hacerla amigable, accesible y plural, verde y oxigenada, siempre bajo la premisa del bienestar de quienes la transitan y la ocupan.
Existe, sin embargo, otro paradigma según el cual la calle es, antes que nada, un sitio de mero pasaje y circulación, importante no tanto en relación al bienestar humano, sino más bien a su rol funcional y, sobre todo, económico. Desde esta óptica, lo principal de la calle es que cumpla su función, o sea, que permita una circulación ágil y eficiente y, enseguida, que sea redituable. La calle se torna, así, no un valor en sí mismo, sino un medio para un fin. Cumplida su función, importa por su potencial capitalizable, es decir, por ser potencialmente una reserva de la cual obtener un rendimiento económico.
Estos modelos, que a primera vista pueden parecer antagónicos, no son necesariamente excluyentes. Lo ideal sería, de hecho, que se complementaran. ¿O es acaso imposible concebir una ciudad en la cual la calle conspirase a favor del bienestar del ciudadano, sin por ello dejar de ser una fuente de ingresos para los operadores inmobiliarios y el municipio?
La realidad de las cosas, no obstante, parece ser otra. Estamos lejos de lo ideal. Y hay muchos ejemplos que dan testimonio de ello. Hay uno, en particular, que por sus condiciones excepcionales y la conjunción del actual régimen de promoción de la vivienda -ley nacional- con una normativa -ley departamental- de altura generosa, parece una cita obligada: la calle Maldonado.
Morfológicamente se trata de una calle con casas patio de una planta y algunas edificaciones de dos o tres plantas de principios del siglo pasado. Si la recorremos con detenimiento -preferentemente en bicicleta o de a pié- podremos reconocer la calidad de factura con la que arquitectos y constructores nos regalaron un paisaje urbano con características únicas.
Estas construcciones de no más de nueve metros de altura se apoyan en el límite frontal del catastro, es decir que no dejan retiro alguno; sin embargo, gracias a su mesurada altura, permiten un adecuado desarrollo del arbolado público hacia lo alto. Son aquí los plátanos, que se desarrollan por encima de las casas, quienes ofrecen un contrapunto vegetal al paisaje urbano, al tiempo que protegen tanto a peatones como habitantes del abrasador asoleamiento que recibe la acera sur. Algunas construcciones de fines del siglo XX se atreven ya a la altura, pero se retiran generosamente del límite frontal, dando espacio así al crecimiento de los árboles y a una circulación adecuada de los viandantes.
Con todo, esta doble solución satisfactoria parece estar dejándose de lado por parte de promotores y urbanistas en la actualidad, pues en algunos tramos ya no se respeta ni la altura ni el retiro, lo que deriva en la imposibilidad de circular cómodamente entre troncos y fachadas y en un desarrollo insuficiente del dosel arbóreo. Basta observar la proyección en tres dimensiones de la normativa de altura para la referida calle en Google Earth para ver una sombría representación del futuro.
Volviendo al inicio, es evidente que si bien los paradigmas antes mencionados no son por principio excluyentes, existe en los hechos un desequilibrio peligroso, capaz de transformar nuestra ciudad en un espacio adverso al bienestar más básico, al relegar a la calle a un rol secundario dentro del espacio público. La ciudad, más que organismo, podría devenir máquina. Eso atenta claramente contra la sustentabilidad del fenómeno urbano, pues atenta contra la vida en su manifestación más fundamental. En ese juego de fuerzas entre la calidad de vida y el beneficio económico, quizás es momento de recordar que la calle es un valor en sí misma y que, como modalidad básica del espacio público, debería ser un bien inalienable y primar sobre cualquier otro beneficio que pudiera obtenerse de ella. La calle, en pocas palabras, debe conservarse para siempre humana.
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