
Ciudad sigue mercado
Por Nicolás Barriola y Natalia Costa Rugnitz
Foto: BMR / Diego Zalduondo
La ciudad contemporánea es, desde cierto punto de vista, la expresión espacial o material del capitalismo. Esta es la idea que motiva el presente artículo y la esencia de lo que plantea su título. Que la ciudad sigue al mercado significa que es moldeada a su imagen y semejanza.
Sin embargo, el título tiene una segunda lectura. También juega con la famosa frase del arquitecto Louis Sullivan: la forma sigue a la función.
La frase de Sullivan sugiere que la forma es tanto más apropiada cuanto más determinada está por la función de aquello a lo que se incorpora: un cuchillo, por ejemplo, si está hecho de modo que realice con la máxima eficiencia posible el acto de cortar, es un ejemplo arquetípico. Todo lo que no conspire a revelar la utilidad es “superfluo”, no tiene interés y debe descartarse. En el caso de la ciudad contemporánea (o, al menos, de la mayoría de ellas), la función primordial parece ser, si bien se mira, la de albergar la actividad económica y hacerla “crecer”. La forma, por lo tanto, es regida por esta premisa fundacional. La actividad económica es (o se ha convertido en) el telos, es decir: en la razón de ser de la ciudad, y, evocando la frase de Sullivan, su forma ha seguido fielmente el precepto.
Veamos qué significa esto trayendo un ejemplo: el criterio de valorar los productos inmobiliarios en relación a los lugares donde se encuentran.
Es muy común escuchar en el discurso de venta de nuevos edificios la palabra “locación” o incluso, y quizás más frecuentemente, su versión sajona location. Con esto, se subraya el valor de los mismos según su ubicación en el territorio. Pero esto resulta relativo: si bien la costa (río, lago o mar) resulta universalmente valiosa, el valor puede aumentar (o incluso crearse) en lugares inesperados.
En la evolución de Montevideo durante la colonia, la mejor ubicación era ciertamente detrás de la muralla protectora. Años después, la zona inmediata que hoy llamamos Centro, se transformó en el sitio de las clases altas y, no en vano, vemos hoy allí nuestros edificios más preciados. Poco después, las áreas destinadas al descanso estival se convirtieron en lugar de residencia permanente para muchos, que abandonaron entonces el centro.
Podríamos citar varios ejemplos en otras zonas de la ciudad, incluso alejadas de la codiciada costa, donde el desarrollo dio por resultado valores urbanísticos excepcionales, como, por ejemplo, el barrio de Peñarol, cuyo valor estuvo determinado por la actividad industrial ferroviaria llevada adelante por la compañía inglesa del ferrocarril.
Pero aquí conviene volver a Sullivan y preguntar: ¿cuál es la función de la ciudad? O mejor aún: ¿cuál debería ser? ¿cuál queremos que sea?
La ciudad es mercado, sí, pero esto no agota su naturaleza. Es además el lugar donde nos encontramos y moldeamos nuestra cultura. Por ende, nos construimos como sociedad mientras hacemos ciudad.
Parece necesario que los valores de mercado, siempre relativos, sean conducidos a partir de políticas urbanas que promuevan la coexistencia de múltiples valores, e incluso la creación de valores nuevos. porque si la función de la ciudad es únicamente seguir al mercado, muy probablemente se olviden aspectos básicos del espacio público que, incluso, puede desaparecer como tal. El declive de 18 de julio como lugar de compras, sustituido en buena medida por los shopping centers, es una clara muestra.
Aspectos como la calidad de parques, plazas y, fundamentalmente, la eficiencia de la interconexión entre los diferentes barrios, juegan un rol fundamental en el valor agregado de locaciones menos atractivas naturalmente como las costas. No hay locación que valga si se encuentra aislada del resto y esto no se logra con el auto, la bicicleta u otros, sino con todos juntos en un esquema multimodal. Ningún hombre es una isla.
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